Crisis y pobreza, marca estable de una cultura dinámica

por Federico Irazábal

Más allá del lejano sueño de Simón Bolívar de lograr una “Patria Grande”, el territorio geográfico y cultural que el mundo conoce bajo los términos de “América Latina”, “Hispanoamérica” o “Iberoamérica” es una sumatoria de fragmentos y diversidades difícilmente traducibles a un objeto único y estable, presentes en cada una de esas culturas singulares que componen el territorio. Si bien la tendencia general es a unificarnos en algo estable, las singularidades se empecinan en diferenciarnos. No somos una “unión” ni en un terreno político, ni económico, ni mercantil ni, mucho menos, cultural. Tenemos en común la mayoría de los países una raíz lingüística y allí surge lo “hispanoamericano”; pero, a priori, no hay mucho más que eso.

Esa identificación por la lengua (hispano), por la cultura madre (latino), o por la posición geográfica (sud) puede ser un modo de pensarnos desde afuera pero no es el modo en el que nos pensamos a nosotros mismos. Sin embargo tampoco podemos negar lo evidente. Tenemos rasgos en común que, por nuestra propia historia, nos homogeneizan: somos países relativamente nuevos (todos tenemos alrededor de 200 años de vida como tales), la historia de lo que somos se remite a no más allá de 500 años y al hecho de que para poder hacer ese corte tenemos que negar esa otra parte de lo que somos: lo aborigen, lo nativo, lo mal denominado “pre-colombino”.

¿Qué piensan el teatro o la literatura al respecto?

Ahora bien, ese cruce entre lo europeo y lo pre-colombino, ¿es igual en todos los países? Claramente no. No podemos pensar que Bolivia se piense en tal sentido de un mismo modo que Argentina, o México con relación a Cuba. Las acciones de los Estados modernos del continente con relación a los pueblos nativos han moldeado el presente. Y las artes modernas son hijas inevitables de esa historia. ¿Qué piensa el teatro o la literatura de esto? Es inevitable que encontremos en ciertos países lo que se denomina “aborigenismo” que en otros países no vamos a hallar. Ese aborigenismo del siglo XIX, en países como Argentina se traducen en lo “gauchesco”.

Es claro: el Estado Nacional salió a una cruzada genocida y eliminó a gran parte de los pueblos nativos haciendo que su presencia en la cultura se vea reducida. En ese cruce que se produce en el nacimiento de los estados modernos y en la fundación de la cultura vamos a encontrar un choque, un acto fundacional que remite a una violencia estructural en la que se expresa la relación de lo europeo, lo denominado “civilización”, con lo nativo, lo gauchesco, lo campestre (la "barbarie"). Y es ese choque, ese acto fundacional de la cultura, el que va a estar atravesado de singularidades que impiden la construcción de un objeto único y estable a lo largo del territorio.

Un objeto único solamente existe en la fuerza política del cuestionamiento

Pero tal vez, y en un sentido diametralmente opuesto a todo lo anterior, haya alguna marca que, apoyada en esa misma historia, nos permita encontrarnos en un lugar de diálogo y semejanza. Esa historia más o menos novedosa que nos cuenta, esos poco más de dos siglos de historia, nos pone en un lugar en el que el Estado, la nación, la patria (y en este sentido también se vuelve importante recordar las presencias de las dictaduras de la región de la década del 70) no pueden jamás ser naturalizados ni vistos como algo establecido y, a su vez, estable.

Esa falta de naturalización lleva a la cultura a preguntarse permanentemente por esa gran maquinaria aglutinante y administrativa denominada Estado, y sobre esa cuestión mucho más compleja e inestable denominada “nación” o “patria”. Para nosotros ese acto fundacional de la maquinaria está inscripto casi en la memoria biográfica. Y tal vez es por eso mismo que cada vez que nos enfrentamos con, por ejemplo, el teatro hispanoamericano, encontramos una fuerza política de cuestionamiento que tal vez no se encuentra tan presente en otras culturas y que es, por esa misma razón, el sistema de unificación y singularización de la región. Si bien México no es pensable como Chile, ni la historia de Cuba es homologable a la de Uruguay, hay en las artes una manifestación de la política que se alza con fuerza y que nos emparenta a los unos con los otros en la diferencia singular de nuestra historia.

Lo atamos con alambre

El teatro político o el teatro de crítica política y social ha sido a lo largo de las décadas la marca de nuestro territorio en esa materia. Y no porque nuestro teatro tematice necesariamente sobre la política. No se encuentra la política asociada a la cuestión argumental o literaria; sino más bien, y muy por el contrario, la política emerge en el sistema productivo mismo, como forma constitutiva de la disciplina. Nuestros teatros, nuestra teatralidad, tiene algunos puntos de contacto pero casi todos son aglutinables en un punto: teatro de la pobreza, teatro como puro impulso, teatro independiente. La fuerza creativa de nuestros artistas se impone por sobre las paupérrimas condiciones productivas. Nuestros artistas, como nuestra sociedad, han encontrado modos de supervivencia que no se limitan a una actitud suplicante ante el Estado y los gobiernos de turno. Esa marca de supervivencia es lo que también nos ha llevado a cierto lugar más o menos anárquico en el que la norma (entendiendo por tal lo previsible, lo establecido y estable) se encuentra por fuera del sistema.

Esa gran masa artística de “arte independiente” (independiente de los fondos públicos e independientes del mercado como tal) ha hecho que a lo largo de los años los artistas hispanoamericanos desarrollen lógicas creativas que garanticen la supervivencia por fuera de los grandes amparos que desde la Europa benefactora o desde la mercantil USA puede pensarse en relación al Estado y al propio Mercado. Esa actitud es, en parte, la razón del atractivo que el arte latinoamericano ha podido producir. Esa pobreza estructural que deviene en potencia creativa (en español diríamos ese “lo atamos con alambre”) es la mercancía de exportación por excelencia. Eso es lo que fue Argentina en la década del 90 con el teatro del Periférico de Objetos, o Daniel Veronese, y eso es en la actualidad la potencia del teatro cubano de Carlos Díaz o del Argos Teatro.

Resiliencia es parte de la marca latinoamericana

Somos el resultado de nuestra propia pobreza y es esa misma pobreza, paradojalmente, la que ha sido convertida en mercancía. El viejo continente, como lo llamamos de este lado del planeta, comprendió que allí había una marca y nosotros aceptamos esa construcción. Somos, en tal sentido, un continente resiliente y esa resiliencia es en parte nuestra marca. Hemos desarrollado anticuerpos a tragedias que aniquilan a otros pueblos y nos enorgullece, en parte, esa capacidad. Mientras otros pueblos se suicidan porque un banco los expulsa de su propia casa, en América Latina, acostumbrados a los saqueos sistémicos, sabemos que podremos sobrevivir a esa crisis cíclica que, más o menos cada diez años, vendrá a despojarnos y a obligarnos a empezar de nuevo. Somos, y ese es nuestra problema y nuestra propia riqueza, un pueblo en condiciones de reinventarse permanentemente, y en ese reinventarnos moldeamos nuestro propio futuro, futuro que en tanto tal no se vuelve nunca presente y no nos deja resolver esos problemas que nos son tan constitutivos como marcas “for export”.

FedericoAzarabal2Federico Irazábal
es graduado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y se dedica a la crítica teatral, la investigación, la docencia y la gestión pública. Actualmente es el Director Artístico del Festival Internacional de Buenos Aires. Entre sus últimos libros se destacan "Teatro Anaurático. Espacio y representación después del fin del arte" y "El giro político. Una introducción al teatro político en el marco de las teorías débiles (debilitadas)".

 

 

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